El Sentido de la Alfabetización Tecnológica
Los pobres del futuro lo serán de conocimiento tecnológico; no de dinero, ni de bienes, ni de cultura, sino de aquello que habrá de permitirles -o no- acceder a todas esas cosas.
Cada vez que un funcionario educativo, hace su aparición en los medios para difundir algún proyecto relacionado con la tecnología, y muy especialmente con la Informática, recurre al axioma para justificarse. En el siglo pasado, hubo un tiempo en el que se fantaseaba con la idea de que ninguna señorita podía sobrevivir en el mundo del trabajo sin saber taqui-dactilografía. El arte de tomar apuntes a la velocidad del rayo y de escribir a máquina con igual celeridad era considerado el pasaporte inmediato hacia un buen empleo, visión fomentada con especial ahínco por aquellos que dirigían academias e institutos donde la habilidad era enseñada por una cuota mensual.
En los años cuarenta y cincuenta no había empresa sin máquinas de sumar y de escribir; en el futuro no las habrá sin computadoras. ¿Es diferente la situación ahora?
Indudablemente. Hace medio siglo la cantidad de tareas que un humano podía asumir para paliar el hambre o para trepar hasta la "clase media" era mucho mayor que hoy.
Más cosas han cambiado. Por ejemplo, la cantidad de bienes que hacen "a la felicidad" ha crecido geométricamente. Ya dijimos que el número de oficios elegibles como potenciales caminos hacia el éxito ha disminuido en proporción, pero -para colmo- hay muchos más humanos que antes; sobra gente, y la tecnología se empeña en reducir drásticamente la necesidad de mano de obra. Ergo, cada vez somos más aspirando a ocupar posiciones más y más escasas. Cada año nos cuesta más, en términos de tiempo y dinero, poseer todo lo que necesitamos poseer para ser considerados exitosos.
Ante semejante panorama, es de una simpleza sospechosa de malintencionada decir que un analfabeto tecnológico será un fracasado a corto plazo. Por supuesto que lo será, tanto como un mudo o un ciego viven en radical desventaja frente a las personas que gozan de sus cinco sentidos; pero la inversa, poseer algún dominio de la tecnología, de ningún modo garantiza el éxito ni asegura el futuro de nadie a no ser que cuente además con otros ingredientes que los tecnócratas y los políticos evitan deliberadamente mencionar.
El primero de estos ingredientes es la inteligencia, una mente despierta y creativa. Podría incluso hipotetizarse que la alfabetización tecnológica no es determinante de nada, porque en ausencia de habilidades mentales de relevancia no sirve para mucho y, en su presencia, es sencillo adquirirla en el momento en que se la necesita.
El segundo elemento es el de las oportunidades. Supo decir una Ministro de Educación argentina, "la educación no garantiza el empleo, pero su ausencia sí garantiza que no habrá de conseguírselo". Parafraseándola, "la alfabetización tecnológica sólo asegura el éxito en tanto se posean muchas otras habilidades -asociadas o no con ella- y siempre y cuando se disponga de las oportunidades adecuadas".
Y el tercer ingrediente es tan simple que da miedo, pero no caben dudas de que es lo que da verdadero sabor a la receta: es el trabajo mismo. Porque aunque los políticos y los funcionarios del ministerio de Educación lo ignoren, o pretendan ignorarlo, o no quieran saberlo, si no hay trabajo de nada sirven todas las demás disquisiciones.
El discurso de la alfabetización tecnológica, entonces, está estrechamente ligado a una franja social con condiciones especiales de educación, inteligencia y oportunidades, y que -curiosamente- es la más afectada por el desempleo que aflige a las economías en desarrollo.
Lo terrible del caso es que se atan estos gravísimos problemas sociales y económicos a la Educación, haciéndola aparecer como responsable de los males de la gente. Es cierto que una persona bien formada tiene mejores oportunidades, que ha desarrollado su inteligencia y que puede acceder a mejores condiciones de vida. Pero que "pueda" no significa que lo logre. La realidad es que un maestro que alfabetice tecnológicamente a treinta niños de clase media puede estar seguro de que veinticinco de ellos verán frustradas sus expectativas en un mediano plazo. Tal vez no mueran de hambre, en razón de su cuna semi-afortunada y de su plasticidad para adaptarse a situaciones precarias, pero -sin duda- ese maestro estará creando en ellos una ilusión que luego la realidad se encargará de poner en su sitio. ¿Es mejor, entonces, no insistir con esto de la educación? Seguramente que no. nuestra labor como docentes sólo cambiará al mundo si damos origen a una generación que rechace como a la peste la injusticia social, la ambición desmedida de poder y riqueza, el egoísmo y la insensibilidad.
Estos valores, que nada tienen que ver con la tecnología, son sin embargo los que le pueden dar el sentido que hoy le falta y los que obligarán a la clase política a asumir su parte en el proyecto humano, asegurando que la semilla de la educación no está destinada a caer en un desierto.
Como siempre, las verdaderas soluciones son las que eliminan las causas, no las que atacan los efectos. Educar tecnológicamente para sobrevivir en un mundo de competitividad feroz, de modo que unos pocos puedan darse por satisfechos mientras que el resto agoniza, no es una buena excusa para educar. Eliminar la injusticia, crear un orden social más benévolo, garantizar la igualdad de oportunidades para todos y, luego, educar para enaltecer y ennoblecer al Hombre; eso sí vale la pena.